Llevaba dos semanas sin fumar aquella vez; una decisión espontánea
de la cual me arrepentí desde el primer momento, más que nada debido a la
abstinencia y la ansiedad que precedían de ella. Estas ingratas sensaciones
pueden convertirlo a uno en un cuasi-humano-resorte que va de lado a lado y
busca bajo las piedras, bajo los colchones y hasta dentro de los calzados
cigarros o algo que se fume; la saliva se excede a la que se produce en
parámetros normales y las manos, las manos tiemblan mientras buscan una
comodidad perdida, esa que ofrece el tabaco posado entre los dedos, esperando a
ser fumado, esperando la próxima pitada.
Me comí dos milanesas frías que sobraron del almuerzo (el voraz
apetito es otro de los cruentos efectos que se desprenden de esa decisión) y
harto del encierro me decidí a caminar sin más razón que la trillada excusa de
"despejar la mente" -Me conozco, voy a terminar comprando cigarros-
era lo que pensaba, también uno de los motivos por los cuales no salía
demasiado en ese entonces, intentaba ir de casa al trabajo y del trabajo a
casa, o de casa a la universidad y así... pero esta vez lo necesitaba, en
realidad necesitaba fumar, pero caminar sin destino estipulado me sonó en el
momento a un buen veneno para matar al ratón que se daba un festín con mis
nervios y mis neuronas en esos días.
Era septiembre y como de costumbre ya hacía calor en la ciudad de
todos los santos y cornudos, pero no faltaba demasiado para que el sol se
guardara. Me saludó mi tía al salir, ella vive al lado de casa y es una señora
de basta edad y muy agradable, yo le devolví el saludo y encaré hacia el centro
de la ciudad que queda a unas 11 o 12 cuadras, pero no pensé en ningún lugar en
especial. Pasé el canal de la última esquina y el olor a basura, animales
muertos y agua estancada combinados me hizo recordar cuando de niños con mis
amigos del barrio jugábamos por ahí, tirando piedras al canal cuando llovía
y había caudal, probando balsas hechas con maderas de tarimas; sino,
hacíamos puentes, otras veces nos pasábamos la tarde saltando de lado a lado el
mero río artificial de mugre. Cuando el agua se iba nos ocupábamos haciendo
casas de barro o simplemente empujándonos unos a otros a una caída de poco
más de dos metros, altura considerable para pendejos de 8 o 9 años apenas. Por
suerte mi camino se vio bifurcado de las que más tarde se convertirían sin duda
alguna en malas juntas a eso de los 12 años. Comencé a salir solo más seguido,
hice amigos en otros barrios con los que estaba cómodo, con los que no tenía
que fingir nada en ningún momento, todo se remite a eso, la comodidad y poder
ser. La cuestión es que cada vez que salía, por lo general, iba al centro y
pasaba por ahí. Siempre los mismos olores, siempre los mismos colores y siempre
la vegetación que rodeaba el canal estaba muerta; de niño lo ignoraba, pero a
medida que pasaban los años esto me afligía cada vez un poco más. Me llegó a
importar tanto que de un momento a otro dejó de importarme del todo, me resigné,
tanto a la estupidez de la gente que continuaba usando el sitio como basurero y
al desinterés de todos los gobiernos de turno que nunca hicieron algo por los
que realmente padecen las inclemencias de vivir cerca del lugar. Por suerte no
jodía a mi casa.
Andaba con mis manos en los bolsillos para apaciguarlas. Mi
caminar era algo rápido y de ritmo constante. Uno de los beneficios de dejar el
pucho, sin dudas es que se respira mejor y los olores se perciben de manera más
nítida, ya lo había comprobado al pasar el canal y seguía haciéndolo, se olían
las flores que perfumaban algunas veredas del barrio El Matadero, el humo de
los autos y motos; cada vehículo tenía un olor (en sí característico por la
quema de combustible) que resultaba distinto según la marca y modelo. Paranoias
de un patético abstinente. Sentí que estaba bien, que podría caminar todo lo
que quedaba del día si me lo propusiera, de hecho, ver paredes de colores
distintos y caras de gente que barría veredas o las regaba era hipnótico y
concedía cierta sensación de relajo. Pasé por la comisaría tercera, cuya
jurisdicción comprende a mi barrio, El Matadero, Jardín Residencial, Ermitilla
y algunos sectores del barrio Hospital. En la puerta del lugar un policía gordo
(en abundancia) hablaba a un micrófono sostenido por un gil de camisa y corbata
mientras lo filmaba un rubio de pelo largo con una cámara de video, quizás en
modo de reportaje, quizás estaba dando algún mensaje inútil. Todo esto ocurría
mientras a un pibe cumbia de tal vez 15 años, patillas largas, pelo teñido,
sucio, todo moreteado y con la remera blanca (de alguna marca que no existe)
ensangrentada lo subían entre otros dos policías a un móvil sin que presentara
demasiada oposición, claramente, estaba abatido y lo despachaban después de una
buena paliza “correctiva”. –Este va a la alcaidía– dijo uno de ellos al que
estaba sentado esperando en el asiento del conductor. No sabía de qué lo
acusaban, pero algo me decía que era inocente, solo sabía que con policías como
los que hay por estos lados es difícil juzgar a los criminales que caen en sus
manos como criminales en sí. Pero pensar quien era mejor resultaba tan en vano
como elegir entre comer vómito o mierda.
Pasando la comisaría, siempre me llamaron la atención dos casas
que no parecían encajar para nada con ese barrio. La primera, en la vereda de
la izquierda, era de dos pisos y tenía un amplio jardín delantero con una
fuente de agua en el medio, sobre la cual un pequeño ángel de porcelana,
quizás, completamente en bolas (por decirlo mal y rápido), escupía el agua que
caía de nuevo al recipiente de coloridos cerámicos y piedras pintadas de blanco,
todo esto tras altas rejas firmes y pintadas de un verde demasiado oscuro. De
seguro la mansión ocupa el tamaño correspondiente a dos, pero tal vez llegue a
tres casas de las normales, de las que se veían pegadas una al lado de la otra
y en repetición arquitectónica hasta no hace más de una cuadra. La segunda casa
en discordia era un fuerte nuclear en plena superficie terrestre. Tenía una
tapia de no menos de cuatro metros y grandes portones y puertas de un metal que
de seguro se usa en el Área 51 para proteger las naves espaciales recuperadas
por la armada estadounidense en los 50’s. ¡Ah! casi me olvido, estaba pintada
de un rosa totalmente molesto a la vista, aunque quizás hasta un ciego se
quejaría. Nunca vi a nadie salir o entrar a esas casas.
Saliendo del barrio están las vías de un tren que ya nadie espera
(porque ya no pasa). Estas, se habían construido hacía comienzos del siglo
anterior y básicamente, su propósito consistía en transportar minerales que se
explotaban en las provincias del cuyo hacía la capital del país, también como
nexo entre Mendoza, San Juan, La Rioja y Catamarca. Desconozco el motivo por el
cual se dejó de usar, pero para cuando yo había nacido, tal servicio llevaba
algo más de una década extinto.
Bajo las vías y cruzándolas de forma vertical pasaba la calle
principal del barrio, continuación de otra calle importante del centro. El
lugar transmitía cierta nostalgia, también peligrosidad y la sensación de ser
buena ubicación para tener sexo en público a falta de guita para el telo. De
hecho, conocía gente que lo supo frecuentar con esos fines. Esa sensación, en
sí, era producto de la oscuridad y la cantidad abrumadora de forros anudados
desplegados por el suelo; también el fuerte olor a secreciones corporales, de
toda clase. Por último, una avenida (Gobernador Gordillo) marcaba los límites
de un barrio del orto con respecto al centro de la ciudad.
Ya era de noche y yo estaba en el parque Sarmiento, que en
realidad tiene otro nombre, se lo cambiaron hace unos años, pero todos le
siguen diciendo parque Sarmiento. Más que parque era una de las plazas de la
ciudad, la más oscura de todas. El escondite para punks, rollingas, heavy
metals y toda clase de jóvenes adeptos a la falopa y/o al alcohol. Todo se
podía bajo la sombra de sus altos árboles, sombra que se convertía en penumbra
con la llegada de la noche; penumbra que minimizaba a quienes se acogieran bajo
ella a simples siluetas de movimientos carentes de motricidad humana. Yo me senté
en el lugar que ocupaba con mis amigos, solo que esta vez estaba solo. Solo y
pensativo, así que no tan solo después de todo. Supe que era hora de seguir
caminando cuando a mi alrededor esas siluetas que describí comenzaban a
prender, en sincronización, cigarros y tal vez porros. Debía alejarme de la
tentación.
Caminé las calles del centro hacia la otra plaza, la principal,
que como en todas las provincias lleva el nombre “25 de Mayo”, está a unas
cinco cuadras de la Sarmiento. Una rubia pasó fumando a unos metros de mí y
pude sentir el humo de su pucho haciéndose lugar en mis fosas nasales. Ya en la
plaza, todo el mundo estaba con un cigarro en mano. Todos menos yo, que volví a
sentarme a mirar gente, ahora si gente y no siluetas. Con pensativo, no
necesariamente hacía referencia al pensar con un fin productivo. Intentaba
deducir estupideces, inferir en la nada, todo al compás del completo
aburrimiento. Le asignaba una historia a cada persona que me llamara la atención,
como a un flaco de camisa de salir y jeans grisáceos que llevaba dos bolsas,
una con una botella de lo que parecía ser vino y en la otra una baguette de pan,
verduras y pollo. A este tipo pelado y bajito, me lo imaginé en una cena
romántica infructuosa, para ser más claro, carente de acción sexual al final,
quizás si algún besuqueo, pero sexo seguro que no. Todo sería un gasto en vano,
que obviamente no expondría de tal manera, ya que los que fracasan y aun así
demuestran conformidad se sienten en falsedad menos fracasados de lo que son en
realidad, cosa que no importa en absoluto, porque aun así se reconocen en pleno
fracaso irrevocable, bien, bien dentro suyo.
No debió pasar demasiado tiempo para llegar a aburrirme de las personas
y sus historias (tal vez 20 minutos).
Me paré, miré de reojo el kiosquito que hay en una especie de
garita ubicada sobre la esquina de la plaza (dónde venden cigarros) y emprendí
mi tristemente célebre marcha de vuelta a casa. En un momento de silencio total
las caras que decoraban las calles no expresaban nada, caras calladas, de una
ciudad de carácter perezoso, un pueblo
que solo quiere llegar a casa, cenar, chusmear un poco en la sobremesa y torrar
al calor de la tv, que no me explico cómo, pero les resulta más interesante que
una chimenea. Caminaba y miraba, y entendía que mis ganas de volver eran en
parte similares a las suyas, a todos nos ata algo, a mí por desgracia me ataban
las ansias. Pocas veces me sentí tan interiorizado a mi humanidad como esa vez,
sin exagerar. En la esquina en diagonal a la Sarmiento, caminaba para cruzar de
vereda y una escena me tenía atrapado; un perrito, no chico de edad, sino más
bien de tamaño (pero claramente bastante vejete), soltaba un gran pedazo de
sorete, mientras su dueña indignada lo puteaba –¡Coco! ¡No Coco! ¡Que perro
hijo de puta que sos!– y agitaba la correa que suponía otorgarle cierto poder
sobre él; todo esto a la vista de una considerable cantidad de gente que reía
del enojo de la no tan bien amaestrada señora, le había sacado el protagonismo
a su mascota. Contemplé esto y a la vez crucé sin echar un vistazo a la calle
de la cual podía venir algún vehículo. Sentí una bocina acercarse rápidamente y
me corrí de manera errónea hacia la dirección por la cual el motociclista había
decidido esquivarme, el realizó una maniobra en el sentido contrario y terminó
pasando por mi izquierda, pero al intentar estabilizarse, la aceleración lo
hizo dar contra la carcasa de un auto viejo que permanecía estacionado en esa
cuadra desde que puedo hacer uso de razón. Un fuerte estruendo llamó la
atención de todo el mundo y un grito seco le siguió casi instantáneamente, luego silencio repentino.
Por suerte llevaba mi celular conmigo, llamé al 103 que es el
número de emergencia médica y por ser el centro, la ambulancia no demoró
demasiado en llegar. Cargaron al muchacho inconsciente, pero sano, según pude
husmear en la conversación que sostenían los dos paramédicos que le echaron un
vistazo antes de subirlo a la camilla. No había mucha sangre, cosa que me dejó más tranquilo. Se llevaron al tipo y la gente que se salió de su recorrido
para sumarle datos a la anécdota post-cena comenzó a dispersarse, yo también
volví a mi caminar. Esta vez paré en el kiosco a mitad de cuadra, frente al parque
y compré un atado de veinte cigarros, saqué uno, guardé el paquete y pedí fuego
a un señor barbudo en la calle. A mi parecer, había cosas más importantes que las ansias. Como por ejemplo; el intentar no mirar hacia la oscuridad de las
vías en caso de escuchar gemidos. Todos merecen privacidad después de todo, hasta los pobres.