Tuve
una vez a una chica, de las que uno se
asombra de tocar, una leyenda urbana. Una burguesa de barrio, un milagro de
ciudad. Desequilibrio mental era su segundo nombre y Diana el primero. Tenía
todo y hasta quizás un poco de más, hacía gimnasia por las mañanas, cocinaba de
vez en cuando y regalaba sus tardes al mejor postor, de noche dormía o se
escapaba, pero por lo general dormía.
Buscaba
en mi, según dijo, algo que no tenían ni los choros del barrio que tanto le
calentaban antes, ni el conchetaje con el que su familia la cruzaba esperando
emparejarla para mantenerla a distancia de los primeros, que como ya aclaré,
eran su target favorito. Nunca supe qué era eso que yo tenía para ofrecerle,
solo soy un cheto para la negrada y un cabeza para los ricachones. Para otros,
soy solo un tipo raro y para los raros alguien normal. Lo que me hizo pensar lo
pasado como algo suyo y solo suyo, que poco tenía que ver yo con las fantasías
que se tejía conmigo.
Diana
ya no era la nena de papá, le crecieron las tetas y con ellas, como era de
esperarse, su intriga por el sexo: sus variantes, secretos y así empezó, viendo
videos porno que su hermano escondía en un placar viejo de caoba en el cuarto
de invitados. Después se dejó cepillar por cuanto negrito poronga habitara el
barrio. Le gustaba hacer el caos entre esos pobres simios y sentarse a ver como
se disputaban su vulva a trompadas, ella solo reía, como se ríe un vagabundo de
las casualidades y para sus 20 años ya había frecuentado más de 50 miembros
viriles de público conocimiento, por poco salía en los diarios cada vez que se
encamaba y no le importaba.
Después
del primer beso y antes del sexo procuré no hablar demasiado. Entendí que las
leyendas urbanas no son etéreas y que los vagabundos sonríen más seguido de lo
que todos piensan.
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