domingo, 28 de abril de 2013

Una leyenda urbana


Tuve una vez a una chica, de las que uno  se asombra de tocar, una leyenda urbana. Una burguesa de barrio, un milagro de ciudad. Desequilibrio mental era su segundo nombre y Diana el primero. Tenía todo y hasta quizás un poco de más, hacía gimnasia por las mañanas, cocinaba de vez en cuando y regalaba sus tardes al mejor postor, de noche dormía o se escapaba, pero por lo general dormía.
Buscaba en mi, según dijo, algo que no tenían ni los choros del barrio que tanto le calentaban antes, ni el conchetaje con el que su familia la cruzaba esperando emparejarla para mantenerla a distancia de los primeros, que como ya aclaré, eran su target favorito. Nunca supe qué era eso que yo tenía para ofrecerle, solo soy un cheto para la negrada y un cabeza para los ricachones. Para otros, soy solo un tipo raro y para los raros alguien normal. Lo que me hizo pensar lo pasado como algo suyo y solo suyo, que poco tenía que ver yo con las fantasías que se tejía conmigo.
Diana ya no era la nena de papá, le crecieron las tetas y con ellas, como era de esperarse, su intriga por el sexo: sus variantes, secretos y así empezó, viendo videos porno que su hermano escondía en un placar viejo de caoba en el cuarto de invitados. Después se dejó cepillar por cuanto negrito poronga habitara el barrio. Le gustaba hacer el caos entre esos pobres simios y sentarse a ver como se disputaban su vulva a trompadas, ella solo reía, como se ríe un vagabundo de las casualidades y para sus 20 años ya había frecuentado más de 50 miembros viriles de público conocimiento, por poco salía en los diarios cada vez que se encamaba y no le importaba.

Esa tarde que me habló en la calle, me pareció más terrenal de lo que pintaba la fachada cruenta y lúgubre sobre la cual se posaban su cuerpo y reputación. Era un caso perdido para todos, del que yo, como tantos, me pude dar el gusto de gozar. En esa ocasión le terminé hablando de Foucault (nunca fui un hábil conversador), como si entendiera, de hecho parecía entender y despilfarraba interés en mis anécdotas también. Fijaba su vista a mi boca y mis ojos. La vi en privado una sola vez y, lo raro no era que se había escapado en bikini en medio de la noche, más si el oficio con el cual caía ante cualquier verso barato. 

Después del primer beso y antes del sexo procuré no hablar demasiado. Entendí que las leyendas urbanas no son etéreas y que los vagabundos sonríen más seguido de lo que todos piensan.

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