Noche
desastrosa y frustrante si las hubo, fue esa del recital de Horcas en Belén, un
pueblito de Catamarca, allá por el año 2008. Una jauría de casas apiladas en un
par de barrios rodeados o acorralados a su vez por montañas patoteras, un lugar
sometido a las inclemencias del clima veraniego hostil que afecta a todo el
noroeste de nuestro país, un calor del orto, solo de día, de noche corre un
viento frío también del orto.
Una
de mis bandas favoritas en ese entonces tocaba ahí y fue el motivo principal
del viaje que emprendí con un amigo, Sebastián Ferro hasta el ya mencionado
pueblo en pleno enero. Fue un buen festival, hubo más bandas, como Karma Sudaca
de Tucumán, una de Córdoba de la cual no recuerdo nombre y después de Horcas
cerraría Carajo. Además, no solo el predio dónde se daba el recital era bueno,
al pie de una montaña, con un campo verde amplio listo para ser decorado por
los cientos de cuerpos borrachos que se verían luego postrados sobre el,
también había como cinco o seis kioscos en las cercanías o al menos desde el
camino desde el hotelcito en el que paramos hasta el lugar y todos y cada uno
de esos almacenes te vendían la cerveza a precios por demás rentables, $5 la
Bud o la Quilmes, fría como verdugo y como si no fuese lo suficiente barata
agregaban promociones de 3x2 tentadoras, nosotros fuimos comprando a medida que
nos acercábamos charlando tranquilamente, hacía muchísimo calor y la cerveza
era como agua bendita al hielo. No solo
aprovechamos para ver un poco el panorama, también fuimos sumando soldados a lo
que luego sería una tropa. Primero nos encontramos con Renzo, un pibe que
conocía de algunos recitales en La Rioja por otro amigo, un flaco mas o menos
de mi estatura y con pelo claro, sin llegar a ser rubio; compró una promo y se
nos acercó, lo aceptamos y seguimos. En el próximo almacén hicieron lo mismo
dos hermanos de Comodoro Rivadavia, Chubut, y en el siguiente nos sumaríamos a
su viejo, primos y Ale, un pibe de la capital de Catamarca que también
frecuentaba seguido mi provincia.
No
eran ni las siete de la tarde y yo ya estaba absolutamente ebrio, al igual que
Sebas y los otros soldados de la tropa, cruzados y felices caminando juntos
hasta la puerta del lugar, o mejor dicho, hasta el almacén que estaba en frente
de esa puerta. Teníamos tiempo para seguir alimentando nuestra borrachera, el
recital largaba a las nueve, así que eso hicimos. Luego, la noche dejaría un
saldo de $150 gastados por mi parte y $170 por parte de Sebastián,
absolutamente todo en promos de birra afuera y adentro del lugar (si, adentro
también las vendían) y un par de choris antes de entrar, esos comerciantes
despiadados del pueblo con sus promos hacían sentir a los metaleros como a un
montón de rubias en el shopping.
Cuando
ya era hora de entrar nos encontramos con un grupo de cuatro mujeres, un oasis
en un desierto de gordos peludos y barderos; nos hicimos sus amigos y estuvimos
juntos adentro, una de ellas prendió un porro y lo pasó. No me acuerdo mucho de
lo que hice en ese recital, solo sé de algunas escenas entre cortadas, como la
de Sebas cargando a Renzo en sus hombros y como a pesar de tambalearse de forma
exagerada no se cayeron, me acuerdo de como sacaban fotos y filmaban a las
bandas los hermanos sureños, de como Renzo bardeaba a una gordita rubia, la
cual terminó llevando a la montaña de un momento al otro y que tipo cuatro de
la mañana terminó de tocar Horcas, yo había dejado de tomar, ya no podía más, estaba
rebalsado de cerveza, temía que me saltara por los ojos si llegaba a tomar
otra.
Sé
que le dije un par de cosas indecentes al oído a una mina, cosa que me valió un
empujón y sé que después terminé a los besos con otra al costado de los
baños químicos, pero ya estaba por
largar Carajo, a ella le gustaba, a mi amigo y a mi no. Sebas estaba muy ebrio,
demasiado ebrio y apenas se mantenía en pie, tenía que llevarlo, así que le
dije a esa loca, cuyo nombre no recuerdo, como llegar a nuestra pocilga
alquilada, desde el hotel seguro se escucharía todo y al terminar Carajo, yo
saldría a la vereda a esperarla, el plan estaba hecho. De ella si recuerdo que
era de la capital y que tenía un alto naso, lo que no la hacía fea, todo lo
contrario, le quedaba bien, además tenía una buena silueta, la cual vestía con
una onda hard-core.
Cargué
el brazo izquierdo de mi amigo a mi hombro (el debe ser unos 10 centímetros más
alto que yo y para ese entonces estaba bastante fuera de forma) e intenté
arrastrarlo por el mar de cuerpos desmallados que habían dejado el alcohol a
precios baratos y el pogo violento de Horcas, lo más difícil llegaba después,
cuadra y media cuesta arriba cargándolo y otras tres niveladas; era un costal
de papas enojado, bardeando al que se le cruzara y hablándole a toda mujer de
forma despectiva como si lo mereciese; hasta que llegamos al hotel, lo dejé
apoyado a la pared al lado de la puerta mientras la abría y luego lo arrastré
hasta adentro tomándolo de una pierna como a un cadáver, lo dejé al lado de la
cama, le prendí el ventilador y me metí al baño a darme una ducha. Al salir,
pude ver que estaba ya sobre su cama. Nuestro cuarto era chico y su baño lo era
aun más, teníamos una cama para cada uno, un ventilador de techo que parecía
ser movido por una turbina industrial, más por el sonido que por lo que
generaba y un televisor con cable, teníamos la suite presidencial en Belén.
Duchado,
vestido y ya casi sobrio, salí a comprar a una estación de servicio a un par de
cuadras mientras escuchaba como sonaba Carajo de fondo. Las calles estaban
totalmente oscuras y despobladas, como si hubiese pasado mucho tiempo desde la
última vez que alguien las pisaba. Llegué a la estación, caribajo, tenía cara
de ebrio aun, aunque ya no me sentía así, pedí chicles, forros, una coca-cola y
un paquete de cigarrillos, salí del lugar, prendí un cigarrillo y volví a
caminar, la gente grande del lugar ya salía a estirar las piernas o tal vez
estaban desvelados, porque el recital parecía escucharse en todo el pueblo, por
momentos me sentí un invasor.
Me
senté a esperar en la vereda oscura del hotel a que terminara de tocar Carajo y
no tuve que hacerlo por más de 10 minutos, caminé calle abajo para hacer más corta
la espera y me encontré con ella, nos dimos un par de besos mientras volvíamos
al hotel, la hice entrar y mi amigo, quien al parecer se había duchado para
acostarse, había olvidado vestirse o taparse con una sabana, solo estaba
estirado, ocupando toda la cama en pelotas. Ella tapó su boca para no gritar y
yo le dije con toda tranquilidad: “Vení, vamos al baño”. En el baño, nos
encontraríamos con el vómito de Sebas, que pintó el lavamanos, el inodoro que
estaba pegado a el y se escurría por la rejilla bajo la ducha. Salimos los dos
del hotel asqueados, vomitó ella, vomité yo y nos despedimos.
Al
otro día, la resaca era como un policía interrogándonos de manera violenta la
cabeza todo el tiempo, fuimos a la terminal, sacamos los pasajes de Belén a
Aimogasta, desde ahí pasamos a la capital y todo volvió a ser como antes de
irnos, solo que nosotros teníamos menos hígado para afrontarlo. Queda en quien
lee encontrar una moraleja, yo no la encontré nunca.
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